miércoles, 30 de julio de 2008

Capitulo 2, en el autobús


Intentaré ser un poco mas constante en mis aportes al blog^^



Me tambaleé hacia los asientos traseros, donde al menos había un poco de corriente (aunque una corriente de aire caliente tampoco es que sea el paraíso terrenal…). El único asiento libre de todo el autobús estaba manchado de lo que parecían restos orgánicos inclasificables; podía ser vómito, una persona que se había fundido debido al calor, o cualquier cosa entremedias. Eché un vistazo rápido a mí alrededor; el ambiente estaba muy cargado, un aura de mal rollo inundaba todo el autobús, la gente se miraba de reojo frunciendo el ceño aún más de lo habitual. Me quedé atontado observando a una mujer mórbidamente obesa, su hipnótica gordura hacía que no pudiera dejar de mirarla. Era un espectáculo trágicamente bizarro, estaba tan gorda que ocupaba dos asientos, y su ropa parecía apunto de reventar, las costuras estaban tensas hasta el extremo. ¿Por qué será que cuando veo algo desagradable no puedo dejar de mirar? De pronto, un extraño sonido me sacó del trance en el que me había sumido aquel pandero de gigantescas dimensiones, lo más parecido que se me ocurre a lo que oí, es el sonido que hace una ardilla cuando la atropellas con el coche, pero a cámara lenta, una especie de “BLERGH!”. El sonido provenía de una mujer, que cooperaba con sus propios fluidos corporales a aumentar la mancha del asiento libre.,
- Señora, ¿se encuentra bien? –un chaval de mi edad, vestido con una traje de chaqueta de un color Feo; feo con mayúsculas, alevosía y premeditación; se había acercado a la mujer –señora, ¿puede oírme? –la mujer parecía demasiado concentrada en su cometido (llenar el puto autobús de croquetas a medio digerir) como para escuchar lo que un pipiolo vestido con un traje de su padre le decía – ¿Hay algún médico en el autobús?
Un bigote que llevaba pegado un hombrecillo con voz de pito se levantó de su asiento y corrió como pudo hasta la increíble mujer fuente, que continuaba vomitando como si fuera un surtidor inagotable. El hombrecillo, en toda su buena fe de templario hipocrático, levantó la cabeza a la mujer para poder observar sus pupilas, tapándole la boca con la mano para que el vómito no le diera en la cara mientras hacía las comprobaciones. El vómito dejó de manar de la boca de la mujer tan de improvisto como había empezado a salir, momento que el médico bigotudo aprovechó para auscultarla con un oportuno estetoscopio que sacó de su maletín.
- Esto es tremendamente inusual –comentó con cara de preocupación –esta mujer está muy grave, debería ser trasladada a un hospital de inmediato.
- ¿Que es lo que le ocurre, doctor? –Vale, una mujer estaba muriendo frente a mí, pero que la gente hablara como si estuvieran en un telefilme de segunda o en un culebrón… eso si que asustaba.
- No quiero que se alarmen, pero esta mujer tiene los síntomas del Cólera, miren, no sólo está perdiendo líquido por la boca, sino que también ha perdido completamente el control sobre su esfínter anal. Todas las personas de este autobús, incluido yo mismo debemos ser puestos en cuarentena –cuando terminó de decir esto, se dirigió hacia el conductor con paso firme (todo lo firme que puede ser un paso en un autobús).
Un silencio sepulcral se adueñó del autobús. El chaval del traje horrible, que hasta ese momento había estado dando palmaditas en la espalda de la mujer-fuente, paró y se miró la mano con asco. Después de limpiarse inútilmente en el pantalón, como si ello fuera a acabar con el virus, la bacteria, o lo que fuera, comenzó a andar lentamente hacia la otra punta del autobús. Todos los presentes le imitaron, dejándonos solos en los asientos traseros a la mujer-fuente y a mí.
El autobús de detuvo, pero las puertas no se abrieron. Entre la gente comenzó a cundir el pánico, todo el mundo aporreaba las ventanas con los puños o intentaba abrir las puertas gritando como locos. Tan sólo el médico, la mujer-fuente y yo manteníamos la compostura (y uno de los tres lo hacía porque estaba inconsciente).
Bigotudo intentó calman a la gente, subido en un asiento le pedía que se comportaran y que no intentaran salir del autobús, que iríamos todos al hospital más cercano y que…
- ¡Y una leche!
A nadie le hacía gracia la idea de quedarse encerrado con la mujer-fuente en aquel horno sin aire acondicionado y menos si una grave enfermedad andaba flotando por el aire.
Desoyendo los consejos del médico, la turba continuó aporreando las ventanas y las puertas hasta que por fin cedieron. Todo el mundo comenzó a saltar fuera de la lata de sardinas con premio que era el autobús. Ante la posibilidad de quedarnos a solas con la enferma, Bigotudo y yo también optamos por bajarnos. La gente, que tan ansiosa estaba por salir, se había quedado a una distancia prudencial del autobús, pero no se atrevían a diseminarse por el mundo, todas sus ganas de huir a casa desaparecieron en el momento en el que pisaron el asfalto.
- Deberíamos tranquilizarnos, lo mejor será que vayamos todos al hospital más cercano y que nos hagan pruebas a todos para comprobar que no estemos infectados de lo que tenga esa mujer –dijo un hombre que portaba orgulloso un bigote al más puro estilo Chaplin (o Hitler).
Un murmullo general de aprobación le dio la razón al hombre. La gente comenzó a recobrar la serenidad y se encaminaron de nuevo hacia el autobús. Ya habían entrado varias personas cuando de pronto, comenzaron a salir de nuevo, a trompicones, gritando y empujándose. Una vez estuvieron todos fuera, la mujer-fuente apareció en los escalones de subida al vehículo. Todos los que estaban cerca de ella parecían aterrorizados, se formó un círculo en torno a la mujer cuando esta descendió del autobús y comenzó a andar de forma errática. Parecía como si llevara diez copas de más, se tambaleaba y zigzagueaba, gruñía cosas sin sentido y, por si el espectáculo no fuera suficientemente desagradable, hacía todo esto mientras perdía líquido en grandes cantidades por las dos puertas de su sistema digestivo. Llegados a este punto, opté por lo que cualquier persona con dos dedos de frente haría: escapar de allí disimuladamente aun a sabiendas de que podría estar infectado de cualquier cosa y poniendo en peligro de contaminación a todo aquel que se cruzara conmigo.
El autobús se había parado en el linde del campo, por lo que se me presentaban dos opciones: esperar al siguiente, que llegaría en una hora; o cruzar un campo de unos diez kilómetros de matas bajas sin ninguna sombra.

domingo, 27 de enero de 2008

Capitulo 1, la parada del Bus

Aquí teneis el libro de relatos que empecé hace ya un año y que aún no he terminado XD si os gusta iré subiendo más capítulos... sino, pues no XD


Los Zombis devoraron a mis vecinos (Título provisional)
Capítulo 1
“Madrid. Agosto. Cuarenta grados a la sombra. Humedad relativa del aire: un huevo por ciento, lo que hace que la sensación de bochorno sea aún mas insoportable.” Pensaba mientras me llevaba el cigarro a la boca. Hacía tanto calor que el humo recalentado que aspiraba de éste me parecía refrescante. Meditaba acerca de nada en concreto al tiempo que me freía espatarrado panza arriba en el tejado de mi casa. Llevaba dos largas y abrasadoras horas allí tumbado, deshidratándome a marchas forzadas con una idea fija en mi mente: “quiero meterme en casa y mudarme de cuarto, meteré mis muebles en el congelador.” Y de verdad que me moría de ganas de hacerlo, en esos momentos era lo más importante en mi vida. Sólo un ínfimo e insignificante detalle me impedía llevar mí cometido a cabo: para eso tendría que moverme. Y el único movimiento que estaba dispuesto a realizar era el de llevarme el pitillo a la boca, que ahora que lo pensaba llavera un buen rato apagado, aunque yo siguiera obstinado en darle caladas de vez en cuando, por pura inercia. Me regodeaba mentalmente de mi vagancia, cuando una cara borrosa apareció en la ventana. Parpadeé un par de veces para hidratar mis sufridos ojos y volví a mirar. Era mi padre. Me miró fijamente con cara de mosqueo y dijo: - ¡Bla blabla bla bla blablabla! Le devolví la mirada y, tras unos instantes sin saber qué contestar, sólo se me ocurrió: - Va. Mi padre desapareció. Gracias a Buda había acertado en la respuesta. Cinco minutos después, mi cuerpo decidió que ya se había torrado suficiente, así que se levantó y se coló por la misma ventana que había servido a mi padre para asomarse. Una vez dentro, bajó las escaleras, se introdujo en mi habitación, cerró la persiana para que el Sol no diera el coñazo durante la sagrada siesta, y se tiró en la cama, dándole gracias a Alá por el aire acondicionado. Transcurridos veinte minutos, mi psique tomó ejemplo de mi cuerpo y flotó hasta mi cabeza, dentro de mi habitación. Recuerdo aquella siesta porque recuerdo que soñé, y recuerdo que soñé porque recuerdo perfectamente el sueño. Era acerca de pastores de diplodocus. Y también salía una autocaravana de ruedas cuadradas. Tres horas después me despertó el desagradable, chirriante y siempre inoportuno timbre de mi móvil. Creo que me llamó alguien para decirme algo. Si no me acuerdo es que no era importante. Al mismo tiempo que mis enlaces cerebrales se recomponían ellos solitos, las ideas volvieron a fluir por el insondable abismo lleno de mierda que es mi cabeza. Recordé que había quedado en pasarme por casa de Alicia para que me pasara unos apuntes de algo… tampoco me importaba demasiado de que fueran, volvería a catear selectividad este año también. No es culpa mía, yo estudiaría, pero siempre hay cosas mas interesantes que hacer: contar las manchas de gotéele de la pared, bailar desnudo con una papelera en la cabeza… ¡son muchas las distracciones! Después de una escueta ducha, me vestí con lo primero que encontré tirado por el suelo de mi habitación: unos vaqueros holgados y una camiseta con un dibujo que será mejor no describir. Metí en la mochila la cartera, el móvil, papel de liar, tabaco, una china, condones… todo lo que normalmente debe llevar una persona encima. Salí a la calle. Y el Sol me pegó tal colleja que todavía hoy me duele. Fue una tollina amistosa, de esas que suelen ir acompañadas de un “¡Cabroncete, que ya nunca me llamas!” Por un momento valoré la posibilidad de tomar uno de los paraguas que se amontonaban en un viejo macetón al lado de la puerta (que en otro tiempo alojó a un ficus de proporciones bíblicas) y usarlo como parasol. Deseché la idea al instante, una cosa es tener calor y otra ir haciendo el ridículo. Cuando llegué a la parada del autobús, me desplomé sobre el banco metálico, destrozado por los épicos cien metros cuesta abajo que acababa de recorrer. Para celebrar mi hazaña me fumé un pitillo. A mi lado, sentado y con cara de estar embobado, tenía a un abuelo-tipo con todo el equipo: la boina, el bastón, las zapatillas de andar por casa y la radio a todo volumen. “Disturbios en el centro. Un grupo de radicales toma el centro de Madrid, destrozando el mobiliario urbano y agrediendo a los transeúntes”: algo así decía el locutor a través del viejo transistor del abuelo-tipo. “¡Por Buda!” pensé. “Si vas a causar disturbios, no lo hagas un cinco de agosto a las cuatro de la tarde, con toda la solana.” - Oye, hijo –era el abuelo-tipo, y se refería a mi- ¿Qué haces fumando? Estás llenando de humo el mundo y los pulmones de la gente, ¿a que esperas para dejar de fumar? –me puso su arrugada mano en el hombro; por algún motivo, la llevaba vendada. - ¿A que Estados Unidos firme el “Protocolo de Kyoto”? –repuse mientras retiraba delicadamente (y con dos dedos) su zarpa de mi. El viejo rabió. Como si mi respuesta hubiera hecho saltar algún extraño mecanismo dentro de la maquinaria del anciano, éste se levantó y comenzó a increparme. - ¡Bla bla bla! ¡Bla bla respeto a los mayores bla! ¡Bla bla bla en mis tiempos bla bla bla! Por mi parte, hice como si no le oyera, me levanté y di un par de pasos al frente; por el final de la calle se acercaba el autobús y no pensaba perderlo por culpa de una bronca con un estereotipo de anciano. Si hubiera pasado, habría tenido que esperar una hora al Sol hasta que llegara el siguiente. Y una hora al Sol en Agosto es mucho tiempo. Mientras yo subía al apestoso autobús, lleno hasta los topes de gente sudorosa, el viejo seguía gritando y rabiando. Ya había pagado el billete y me disponía a buscar asiento, cuando el anciano me agarró de una pierna. Me volví, y allí estaba, tirado en los escalones de la puerta, jadeando y mirándome con una cara que me habría helado la sangre si no me hubiera fumado aquel porro con mi hermano antes de salir de casa. Una rápida e involuntaria patada con mi pie libre hizo que el abuelo-tipo me soltara y cayera de espaldas en la acera. El conductor del autobús, que había visto la escena mientras se acercaba a la parada en su recorrido, cerró la puerta y me preguntó cómo estaba. Un par de abuelas-tipo, sentadas en los primeros asientos, y que sólo habían visto cómo le arreaba al viejuno-sádico (ex abuelo-tipo), comenzaron a chismorrear acerca de la juventud, que no tiene respeto a nada ni a nadie. En ese momento se me ocurrió una réplica casi tan buena como la del “protocolo de Kyoto”; pero me callé. Un viejo asesino al día es más que suficiente.

jueves, 10 de enero de 2008

Aburrimiento+Frikismo=

A esto lleva el tener insomnio y nada que hacer...

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Tengo unas cuantas más, si os gustan y quereis que cuelgue más, no tenéis más que pedirlo^^